La autora, Judit Falk, del Instituto Pikler-Lóczy de Budapest, se pregunta qué es «normal» en el desarrollo de los niños. Sobre este punto, hay muchas diferencias. El reconocimiento de esta diversidad es indispensable, pero, en cambio, los descubrimientos sobre las capacidades insospechadas de los recién nacidos, en vez de otorgarles confianza, han vuelto más exigentes a los padres y a los profesionales. Queremos «acelerarlos», y al hacerlo corremos el riesgo de perturbar sus procesos de elaboración. Frente a esto, está la reacción cálida, estable y continua, base indispensable para el desarrollo. El niño más frágil necesita aún más que se mantengan estos vínculos.
(Artículo de Judit Falk publicado en la Revista Infancia, número de noviembre-diciembre 2001)
¿Qué es el desarrollo lento? ¿Qué entendemos con esta expresión?
A mí, esta noción, como sucede con la de la precocidad en el desarrollo, no me sugiere gran cosa.
Antes de intentar exponer mi opinión sobre este tema, permitidme citar unas palabras de la biografía de Einstein y también algunas de sus opiniones sobre sí mismo. Durante la niñez de Einstein -señala su biógrafo- no había nada que indicara al genio dormido. Al contrario, el hecho más característico de su niñez es, sin duda, un desarrollo lento en general, sobre todo en lo que respecta al lenguaje. Se dice que no empezó a hablar correcta y normalmente hasta cerca de los nueve años. Respondía a las preguntas después de un lapso bastante largo. Sus padres se inquietaron y llegaron a pensar que era un poco débil. Creían que manifestaba signos de un cierto tipo de dislexia.
El hijo de Einstein le explicó al biógrafo que su padre era un chico apagado, un pobre de espíritu desdibujado. Sus maestros no esperaban de él demasiados éxitos. Según la leyenda familiar, una vez, cuando su padre pidió consejo a uno de los profesores acerca de hacia qué trabajo se le podía orientar, la respuesta fue simple: «Da igual, de todas maneras no llegará demasiado lejos en nada».
En relación con nuestro tema, encuentro interesante aquello que el propio Einstein dijo sobre su retraso evolutivo: «Esos retrasos tuvieron sus ventajas, ya que indirectamente me condujeron hacia mi propio camino».
Cito: «A veces me planteo cómo es posible que yo sea el que ha desarrollado la teoría de la relatividad. Creo que el ser humano desde su infancia reflexiona constantemente sobre los problemas del tiempo y el espacio. Como mi desarrollo era lento, llegué tarde a estas cuestiones, y, por ello, es evidente que podía sumergirme más profundamente en ellas de como lo hubiera hecho en la edad en que habitualmente un niño de capacidad intelectual normal busca respuestas a estas preguntas».
Por descontado, ni el desarrollo de Einstein ni su ulterior nivel intelectual son típicos.
Nos podríamos plantear la pregunta: ¿Qué es «normal»? ¿En relación a cuándo se puede hablar de un desarrollo atípico, retardado o lento?
Durante el desarrollo infantil, todas las adquisiciones muestran una gran diversidad en lo referente a los detalles y a la edad de su manifestación.
El reconocimiento de esta diversidad es indispensable para apreciar un fenómeno de desarrollo. Este punto de vista se acepta más fácilmente respecto al crecimiento somático, pero no se acepta demasiado cuando está relacionado con las otras áreas del desarrollo.
Según Rudolf Steiner, fundador de la pedagogía Waldorf, «el nivel se considera normal cuando responde a aquello que el adulto espera».
En general, la evolución del niño pequeño se considera normal cuando el bebé sigue el camino y el ritmo definidos en escalas y tablas de desarrollo, en manuales de pediatría, de puericultura y de psicología y en libros de divulgación destinados a los padres (con frecuencia, con sugerencias de intervención si el niño aparenta tener un retraso en relación a las «normas»: ¿cómo acelerar su desarrollo?). A veces, lo que se puede esperar solamente refleja las ideas que uno ha recibido, ampliamente difundidas tanto en la opinión pública como en la profesional.
Por su parte, los baby-tests y las escalas de desarrollo suscitaron mucho interés en la época en que se formularon. A pesar de que algunos profesionales de la primera infancia, incluyendo a ciertos autores de dichas escalas, han alertado a quienes las utilizan acerca de que las pruebas propias de cada edad no deben ser tratadas como niveles de una escala que podría medir el desarrollo psicomotor y de que conviene desconfiar de la sobreestimación de los índices numéricos, sobre todo de su valor predictivo o pronóstico, las escalas para la primera infancia no cesan de multiplicarse y se orientan cada vez más hacia el rigor técnico en la presentación y la notación. Se las utiliza ampliamente para el seguimiento sistemático del desarrollo, para descartar anomalías, para tomar diversas decisiones (por ejemplo, en algunos países se utilizan en los casos de adopción, etc.).
A partir de los resultados obtenidos en relación con la media, un valor se juzga como satisfactorio o bien, si se detecta un retraso de dos, tres o más meses, se toman decisiones acerca de qué modo se debe intervenir.
Los descubrimientos científicos de las últimas décadas sobre las capacidades hasta ahora insospechadas de los recién nacidos y de los niños más pequeños y sobre sus competencias precoces, en vez de acrecentar la confianza en su capacidad de desarrollo, han hecho aún más exigentes a los padres y profesores en lo que respecta a la precocidad.
A menudo, se recurre a las estimulaciones precoces, incluyendo las sobreestimulaciones sensoriales, intelectuales, gestuales y verbales. Se escriben manuales para padres y educadores con programas de estimulación de aprendizajes precoces para alcanzar, cuanto antes mejor, las adquisiciones más valoradas.
Cuanto más pequeño es el niño, más sensible se muestra a los deseos de los adultos.
Los datos de la edad que sirven de referencia implican la idea de que los ritmos de desarrollo son más o menos parecidos en todos los niños llamados normales. Pero dichos datos no explican suficientemente el hecho de que los tiempos que separan las distintas etapas son muy diferentes de un niño a otro, sin que se puedan emitir juicios anticipados acerca del futuro de aquellos que se toman su tiempo para llegar a cada una de ellas.
Y a pesar de que se observan y generalmente se reconocen las diferencias individuales, éstas se consideran variaciones poco importantes del tipo ideal.
Con frecuencia, se percibe la tendencia a olvidar que las edades indicadas en las escalas corresponden a la media y que no deben confundirse ni con la ideal ni tampoco con la normal. En torno a la media, en las dos direcciones hay siempre una zona normal bastante amplia.
En 1938, en su primer libro titulado ¿Qué sabe hacer su bebé?, Emmi Pikler ya llamó la atención sobre el hecho de que existen unas considerables diferencias individuales en el ritmo de desarrollo de los niños a los que no se intenta acelerar en sus adquisiciones.
La autora destacó que aquellos que se desarrollan más lentamente que la media no sólo tienen el derecho de hacerlo así, sino que también tienen sus razones, que se han de respetar (no es por casualidad que una antología de trabajos de Emmi Pikler sobre el desarrollo motor, aparecida en Alemania después de su muerte, se titule Dadme tiempo).
Desde el punto de vista del niño, los estadios menos espectaculares no son tiempos vacíos de espera o de «estacionamiento», sino períodos importantes de intentos o de ensayos de experiencias, de descubrimientos y ejercicios durante los cuales el niño se plantea tareas cuya solución le resulta accesible en ese momento. De este modo puede adquirir informaciones sobre sus propios actos y sobre sus efectos. Sus tentativas infructuosas no se transforman en fracasos explícitos, ya que puede detener y volver a empezar o modificar su proyecto de acción y, mediante sus experiencias, perfeccionar sin cesar las adquisiciones anteriores.
Todo ello lo capacita para emprender nuevas experimentaciones y llegar a nuevos progresos.
El fruto de estas experiencias no es sólo el hecho de lograr nuevas adquisiciones -por ejemplo, una nueva postura-, sino que en sí mismas constituyen una fuente de placer, de satisfacción y de sentimiento de eficacia, y representan un valor no sólo para el presente, sino también para el futuro del niño.
Para ilustrar las grandes diferencias individuales respecto a la edad de ciertas adquisiciones del desarrollo motor, me remito a algunos datos de las investigaciones de Emmi Pikler publicadas en su monografía Moverse en libertad. De su análisis de los datos de más de setecientos niños, me referiré a los estadios más visibles del desarrollo motor (sentarse, ponerse en pie, dar los primeros pasos y andar de una manera estable y segura).
Por eso opinamos que las tentativas y las intervenciones cuyo objetivo es acelerar el curso del desarrollo, acortando los períodos de transición o intermedios, no sólo son inútiles y superfluas, sino que con las intervenciones incluso se corre el riesgo de perturbar o desorganizar los procesos de elaboración de las etapas consecutivas, si el niño no domina aún con una base sólida los estadios precedentes, y no se le concede todo el tiempo que necesita para practicar por sí mismo las fases intermedias que han de sustentar el nivel superior.
Muchos piensan que por hacer que el niño realice ejercicios correspondientes a tal o cual estadio de desarrollo se facilitarán o acelerarán los procesos, es decir, el acceso al estadio considerado superior. Sin embargo, el condicionamiento, el entrenamiento y el adiestramiento dirigidos a alcanzar habilidades que sobrepasen la maduración física o psíquica tienen un valor bastante dudoso.
Por otro lado, como todo está relacionado, todo repercute sobre todo; es decir, en lo que respecta al retraso o a la desviación, las intervenciones directas que, sin tomar en consideración el conjunto del proceso de desarrollo somático, psicomotor, psicosocial y afectivo, se encaminan a corregir un retraso o una desviación aparentes, corren el riesgo de desorganizar el equilibrio existente: intentando corregir una alteración de poca importancia, pueden llegar a causar un perjuicio más grave.
Al haber una falta de maduración, la calidad de la ejecución es peor y, por la misma razón, el niño se habitúa a las posturas y actividades que no domina ni controla. No dispone de medios para perfeccionar por sí mismo ni su precario equilibrio ni la mala cantidad de una actividad impuesta.
Además, cuanto más grande se considere el retraso respecto a las adquisiciones deseadas, más ejercicios o estimulaciones se ponen en práctica, con lo que el niño cuenta cada vez con menos posibilidades para efectuar el espontáneo ejercicio de las actividades y funciones apropiadas a su nivel de desarrollo, y hasta a veces ello se le impide intencionadamente. Siempre se le impone alguna cosa que aún le resulta difícil, y en todo momento se ve obligado a enfrentarse a sus debilidades y fracasos.
No obstante, hay un factor que puede deteriorar aún más la situación de los niños denominados «con retraso»: después de haber conseguido, con la ayuda del adulto, las experiencias corporales y las actividades más evolucionadas que hubieran podido ejecutar sin ayuda, estos niños pueden perder fácilmente el placer por ejercitar las actividades que más les convendrían en el verdadero nivel de su desarrollo.
Con frecuencia, en vez de sentirse cada vez más seguros de sí mismos y cada vez más independientes, se vuelven inseguros y torpes, y ello no sólo en la primera infancia, sino definitivamente.
Al ver sus fracasos y su ulterior torpeza, los partidarios de los métodos de intervención y estimulación directas confunden la causa con el efecto, es decir, se sienten justificados, sin darse cuenta de que los fracasos y la torpeza no están ocasionados por un retraso inicial, anterior, sino, posiblemente, por una falta de confianza en el curso espontáneo del desarrollo.
En mi opinión, en vez de exigir a los niños tareas cada vez más discordantes respecto a lo que serían capaces de hacer por sí mismos, sería mejor que cada uno de ellos pudiera ejercer sus propias posibilidades de una manera activa, rica y variada, a su propio nivel, antes que obligarlos a sentirse permanentemente retrasados en relación con lo que se espera de ellos.
No obstante, lo anterior no implica que, en ciertos casos o en ciertas circunstancias, no puedan obtenerse unos resultados positivos. Pero es fácil pensar que dichos resultados no se deben tanto a las técnicas utilizadas como a la calidad de la persona que interviene en ellas; es decir, la persona que acepta y escucha al niño con su propio ritmo, y hasta con sus deficiencias. Debido a ello, a menudo estas intervenciones sólo tienen unos efectos limitados y transitorios.
Con frecuencia, el niño aprenderá actividades, comportamientos y conocimientos aislados, poco integrados en el conjunto de su personalidad, que no constituyen una base sólida para su desarrollo posterior.
En vez de estimulaciones e intervenciones directas, el soporte más eficaz que se puede ofrecer a los niños con un desarrollo más lento que la media no difiere del que favorece el desarrollo y crecimiento de los otros niños: seguridad afectiva, una cálida relación con la persona adulta, basada en el profundo interés de que son objeto, y una actitud de paciencia.
En mi opinión, el clima educativo que favorece el desarrollo de los niños de riesgo y de los discapacitados es similar al de los niños sanos y bien desarrollados, aunque algunas veces la manera de crear dicho clima exija reflexión y unas soluciones especiales.
El niño siente que es aceptado cuando tiene derecho a ser tal como es, cuando puede vivir según su propio ritmo de desarrollo, ritmo que no sólo ha de ser tolerado, sino respetado.
Lo que hace que el niño perciba un fallo en su desarrollo no es el retraso o algunas tentativas infructuosas, sino una mala aceptación por parte de su entorno. Para el niño, la no aceptación de su ritmo personal se traduce en una no aceptación de su persona.
Esencialmente, la actitud que muestra el adulto al aceptar o no su nivel actual influirá más en la consideración que el niño tenga de sí mismo que un retraso en la aparición de algunas adquisiciones y capacidades o de algunos comportamientos. Para que el niño pueda sentirse aceptado y apreciado, la actitud que debe tomarse no puede expresar rechazo, ni disgusto, ni impaciencia, ni decepción, ni desesperación, ni una conducta sobreprotectora.
Uno se da cuenta de sus dificultades, pero no intenta acelerar su desarrollo en ningún aspecto. No se le impone realizar nada que todavía no haya aprendido, sin renunciar, por ello, a sus progresos.
La confianza en su capacidad de desarrollo y un seguimiento atento, basado en unas observaciones minuciosas, que ayudan a aportar unas respuestas tan adaptadas como sea posible, suscitan en el niño el deseo de avanzar.
Con toda seguridad, estas respuestas serán siempre individuales, y se corresponderán con las necesidades y posibilidades del niño, y también con la situación en la que vive.
Entre las respuestas especiales puede haber elementos muy simples. Por ejemplo, se puede organizar el ambiente material o la jornada, teniendo en cuenta, hasta en el más ínfimo detalle, las posibilidades individuales del niño discapacitado o con un desarrollo lento, sin olvidar por ello las necesidades de los otros niños del grupo, asegurándoles tanto al primero como a los segundos unas condiciones que les permitan sentirse cómodos durante toda la jornada.
Por descontado, los niños nunca oyen observaciones que constaten sus insuficiencias, del mismo modo como a un niño nunca se le dice que no es bueno, o que es idiota o torpe. Nunca se le hace sentirse malo o humillado. El adulto no emite juicios sobre ningún niño, no los condena ni los compara con los demás.
Al no hallarse frente a tareas que exigirían un esfuerzo que superaría sus capacidades, ni a la obligación de tener que realizar otras que no conocen del todo o que sólo conocen a medias, los niños de desarrollo lento no tienen que enfrentarse a fracasos reiterados. Al contrario, se procura que se reconozcan y se tomen en consideración hasta sus éxitos más pequeños.
La regularidad de las situaciones, las secuencias de las comidas, de los baños y la sucesión de acontecimientos diferentes, vinculados con ciertos momentos del día o con algunos días de la semana, facilitan que los bebés se sitúen en el tiempo.
La repetición de los acontecimientos a que están habituados -hecho que contribuye a aumentar el sentimiento de seguridad de los bebés- se mantiene como un elemento que sirve para reforzar la confianza de los niños discapacitados, incluso en edades más avanzadas, cuando es posible que los demás niños ya empiecen a encontrar divertidos los pequeños cambios.
Es fácil observar que, en los niños discapacitados, cualquier modificación -por pequeña que sea- provoca inquietud, y ello hasta cuando el cambio implica algo agradable. Y aunque una relación cálida, estable y continuada constituya la base indispensable del desarrollo de todos los niños, el niño más frágil necesita mucho más que los vínculos interpersonales se
mantengan.
La auxiliar que más conecte con el pequeño, ayudada por sus observaciones, por el profundo conocimiento del niño y por la comprensión de sus manifestaciones, puede ir introduciendo, progresivamente, los elementos poco habituales o problemáticos en su vida, evitando que se produzcan una complicaciones más grandes que las que el niño es capaz de admitir.
A los diecisiete meses, Petra, por causa de un ruido súbito muy fuerte, se asustó en el espacio de juego. Durante los cuatro meses siguientes se ha negado a acudir a dicho espacio y sólo juega en su cama. Su cuidadora la va familiarizando de un modo muy paulatino con el lugar para que vuelva a él. Después de cada comida, con la niña en brazos, la cuidadora se acerca al espacio de juego y permanece en él durante unos minutos, mientras le va hablando del entorno y de los juguetes. Harán falta tres meses hasta que pueda colocarla sin más en el rincón con barreras mientras ella se mantiene sentada a su lado. Y Petra aún necesitará cinco meses más antes de renunciar a las barreras y decidirse a jugar en la sala con los demás niños.
Todos estos niños, y muchos otros educados en grupos con ritmos de desarrollo distintos, consiguieron grandes progresos en el plano motor, intelectual, afectivo y social, siguiendo su propio ritmo individual.
Y hasta los niños con retrasos o discapacitados, a pesar de no ser estimulados a tareas distintas, alcanzaron un buen nivel de desarrollo, sólidamente basado en su actividad libre, iniciada por ellos mismos, alimentada por las por las mismas condiciones materiales, afectivas y sociales que el resto de niños, condiciones que caracterizan el clima educativo de nuestro instituto.
Asimismo, cada uno de ellos presentó, en cada etapa de su desarrollo, el mismo grado de actividad. Al crecer, no pasaron de la pasividad a la actividad, de la torpeza a la habilidad, sino que durante todo su desarrollo han mantenido una actividad que les permitía realizar tareas cada vez más complejas conforme iban accediendo a una etapa más avanzada.
Los niños con necesidades especiales muestran unas diferencias importantes en el nivel de desarrollo alcanzado relacionadas con la naturaleza y la gravedad de sus discapacidades. En consecuencia, para que estos niños puedan disfrutar de un clima que les resulte beneficiosamente terapéutico, es preciso idear tareas especiales y distintas, según sean los problemas y la personalidad de cada niño.
Deben ser más específicos, al generar las actuaciones del habla, y de ser tan concretos.}
En otras palabras no se deben confundir decir es cierto o falso.
Me gustaMe gusta