Artículo original publicado en Huffington Post el 28 de marzo de 2016
por el Dr. Allen Frances, Catedrático Emérito de la
Universidad de Duke y miembro del consejo redactor de la 4ª edición del
Manual Diagnóstico y Estadísico de las Enfermedades Mentales (DSM-IV)
A Keith Conners bien se le puede denominar el «Padre del TDAH». Estuvo allí en el nacimiento del trastorno y probablemente sabe más sobre él que cualquier otra persona en el mundo.
Hace 50 años, mucho antes de que existiera el diagnóstico de TDAH, el Dr. Conners analizó los datos del primer ensayo clínico aleatorizado de dextroanfetaminas (Dexidrina), que estudiaba su eficacia en niños con graves niveles de inquietud e impulsividad. Poco después, dirigió el primer ensayo sobre el entonces nuevo fármaco denominado metilfenidato (Ritalin). El Dr. Conners desarrolló las escalas de puntuación normalizadas que se utilizan para evaluar a los niños en la investigación y práctica clínica y para medir el impacto del tratamiento. Sus hallazgos sobre los efectos positivos de la medicación en la percepción, impulsividad y atención pusieron los cimientos del campo entero de la psicofarmacología infantil. Debido en gran parte a los esfuerzos del Dr. Conners, lo que antes era una patología oscura (entonces llamada Disfunción del Cerebro Mínimo), se conviertió en un diagnóstico ampliamente aceptado y oficialmente contemplado en el DSM: Trastorno por Déficit de Atención-Hiperactividad.
El Dr. Conners es un tipo brillante. Se saltó la etapa entera de secundaria y se graduó en la Universidad de Chicago a la edad de 16 años; obtuvo Matrícula de Honor en Filosofía, Psicología y Fisiología cuando realizó sus estudios de postgrado en Oxford con la prestigiosa beca internacional Rhodes; se doctoró en Psicología Clínica en Harvard; y ha aprendido de, trabajado con y enseñado a los más destacados psicólogos del último medio siglo.
Si queremos entender la historia pasada, estado actual y trayectoria futura del TDAH, nuestro hombre es el Dr. Conners. Y él ha escrito lo siguiente:
«Siempre me han fascinado las clásicas figuras reversibles popularizadas por los psicólogos Gestalt. Ilustran una desconcertante paradoja sobre cómo funciona a veces la percepción cerebral. Párense a echar un buen vistazo a este dibujo:
La mayoría de ustedes experimentarán un repentino y sorprendente cambio en la cara: de una mujer guapa a una bruja fea, y al revés, una y otra vez. La misma información visual puede ser interpretada de formas radicalmente diferentes: mismos datos, mismo observador, muy diferentes percepciones.
Durante muchos años, he interpretado todo lo concerniente al TDAH de una forma muy positiva: el aumento de la financiación para la investigación y la acumulación de hallazgos de dicha investigación; el aumento de la concienciación clínica; más niños en tratamiento con estimulantes; el interés de padres y profesores; la legislación que permite a los niños con TDAH ser considerados como niños con Necesidades Educativas Especiales; incluso el apoyo de las empresas farmacéuticas a la educación médica y grupos de padres como CHADD. Todo parecían ser soluciones positivas para un importante problema que afrontan muchas familias y sistemas escolares.
Pero entonces un día me pidieron dar una charla sobre la auténtica prevalencia del TDAH, según datos empíricos. Ya era consciente de que, en algunos círculos, EEUU es el hazmerreír por su coqueteo con la idea del TDAH. Datos a gran escala procedentes de registros de nacimiento europeos muestran tasas inmensamente inferiores a las registradas en EEUU. Y mi mujer, que es psicóloga escolar, me contaba que los profesores etiquetan rápidamente con TDAH a cualquier niño que tenga mal comportamiento en el colegio.
Siempre sospeché que las altas tasas de «diagnósticos» y prescripción de TDAH procedían de que los investigadores basaban sus datos en la información proporcionada por los padres, quienes a su vez basaban sus creencias en profesores o médicos sin pruebas creíbles. Por más grande que fuera un estudio a gran escala, los datos eran más bien inservibles por una sencilla razón: no hay una labor exhaustiva de recopilación de historiales ni se ha podido echar mano a diagnósticos clínicos. Las altas cifras de participantes en un estudio garantizan diagnósticos chapuceros obtenidos a través de entrevistas telefónicas realizadas por personal sin formación clínica. Recabar diagnósticos cuidadosos elaborados por profesionales clínicos es sencillamente demasiado caro. Las tasas de las que se informa son imprecisas y exageradas; límites máximos, no auténtica prevalencia.
Hubo una excepción en la literatura científica, un estudio a gran escala en los condados occidentales de Carolina del Norte dirigido por dos epidemiólogas de la Universidad de Duke. Los investigadores, Adrian Angold y Jane Costello, entrevistaron a miles de padres Y A SUS HIJOS, empleando los últimos métodos epidemiológicos. Diseñaron una planificación exhaustiva para las entrevistas y formaron a docenas de entrevistadores con un tesaurus que asegurara que las mismas preguntas se realizaran exactamente de la misma forma a cada familia. Por primera vez, este estudio, que ha ganado premios y recibido gran cantidad de elogios, tenía tanto las grandes cifras como el examen clínico detallado.
Los resultados de este innovador estudio fueron sorprendentes. Sólo alrededor de un 1-2% cumplían los requisitos del TDAH. Además, muchos niños que no estaban enfermos en absoluto habían sido medicados alguna vez con estimulantes. También hubo algunos niños que realmente cumplían los requisitos para ser diagnosticados con TDAH que nunca habían sido identificados por profesionales de la salud mental; se hallaron tanto casos de sobrediagnóstico como de infradiagnóstico. Los hallazgos fueron replicados en sucesivas rondas de estudios de seguimiento.
Me parece evidente que los aumentos continuados en el tiempo en la aparente alta prevalencia del TDAH se deben a prácticas médicas alimentadas por datos científicos de mala calidad y la fascinación de las grandes cifras, a las que les falta el único -pero significativo- ingrediente de un historial clínico exhausitivo. Los médicos de primera línea que sólo tienen 20 minutos para recabar una historia de un progenitor o para realizar un seguimiento de los resultados de la medicación o terapias alternativas se encuentran bajo tal presión, que los errores respecto a un trastorno tan complejo como el TDAH están garantizados.
Mi reseña cambió mi percepción de repente. Sentí, y así se lo anuncié a estupefactos colegas, que el sobrediagnóstico del TDAH era «una epidemia de proporciones trágicas». Trágicas porque muchos niños reciben un diagnóstico equivocado, y en realidad tienen un problema diferente que necesita un tratamiento diferente: o son jóvenes normales a los que se da un tratamiento que no necesitan; o los fármacos prescritos para ellos se dan o venden a otros estudiantes que buscan una solución rápida para estudiar o salir de fiesta (una de las razones por las que ahora mismo hay cifras ingentes de estudiantes de institutos y universidades que toman estimulantes, y por las que las salas de urgencias están cada vez más colapsadas de jóvenes con sobredosis).
Alan Schwartz, del periódico New York Times, explicó cómo el márketing de las enfermedades y la publicidad despiadada de las grandes farmecéuticas había alimentado a un voluntarioso sistema médico con datos falsos, capitalizando además la colaboración de «líderes de pensamiento» de la psiquiatría infantil sin escrúpulos. Los médicos, por supuesto, tienen gran parte de la responsabilidad, ya que las recetas de estimulantes sólo pueden realizarlas los médicos. La mayoría de los esforzados pediatras de atención primaria o de cabecera tienen buenas intenciones, pero tienen demasiado poco tiempo como para conocer realmente a sus pacientes y muy poca experiencia como para mostrarse escépticos respecto a la propaganda engañosa de las farmacéuticas.
Estoy asustado de ver cómo incluso algunos de mis más respetados colegas niegan los hechos y meten la cabeza debajo de la tierra. Recientemente hablé con uno de estos catedráticos veteranos muy publicados, que tiene una «Cátedra Distinguida en Psiquiatría y Genética» y muchas publicaciones sobre TDAH. Le pregunté qué pensaba de las revelaciones del New York Times sobre el papel de las empresas farmacéuticas en la promoción del sobrediagnóstico. Dijo: «En realidad no se mucho de las cifras; no soy un experto en epidemiología».
Bueno, yo tampoco lo soy, pero sé distinguir entre estudios basados en entrevistas telefónicas a los padres y estudios que realmente realizan una evaluación clínica significativa. Actualmente, en el mundo del TDAH, el exhaustivo historial familiar y del desarrollo ha sido reemplazado por afirmaciones de palabra de padres y profesores y entrevistas rápidas, realizadas en gran parte por pediatras de atención primaria o de cabecera sin formación específica.
Ahora mismo, creo que el TDAH es parte de un «continuum» normal, que va desde una muy leve inquietud y falta de atención a una forma grave que precisa tratamiento y evaluación diagnóstica certera realizada por parte de profesionales clínicos bien formados».
Gracias, Dr. Conners. Es desolador ver que los diagnósticos que son útiles para unos pocos se vuelven perjudiciales cuando se aplican erróneamente a muchos. El TDAH es un buen ejemplo, pero hay muchos otros: autismo, depresión, trastorno bipolar, síndrome de estrés postraumático, trastorno por atracón, y muchos otros.
La historia de la psiquiatría ha sido siempre una historia de modas. Como usted apunta con su dibujo Gestalt, el sufrimiento humano puede ser interpretado de muchas formas diferentes que se ponen -y pronto pasan- de moda.
Lo novedoso ahora es la comercialización a gran escala de trastornos psiquiátricos al servicio del beneficio farmacéutico, haciendo publicidad de la enfermedad a través de continuas campañas de márketing para vender pastillas fraudulentamente. Los médicos y pacientes preocupados han mordido el anzuelo de la medicalización de la vida cotidiana, convirtiendo el sufrimiento y la diferencia en trastornos mentales.
El diagnóstico de TDAH debería ser el último recurso, no un reflejo automático o un intento de obtener un arreglo rápido. Los síntomas deben ser clásicos, graves, persistentes en el tiempo, generalizados en todas las situaciones, tempranos en su comienzo y causantes de considerable sufrimiento y discapacidad. La información debería proceder de observación directa minuciosa y de una amplia variedad de informadores bien informados. La evaluación debería prolongarse durante semanas o meses, porque los niños cambian mucho de visita en visita. El diagnóstico debería ser precedido de una espera en observación, asesoramiento, formación a los padres, cambios ambientales, reducción de estrés y/o psicoterapia.
Estamos gastando actualmente más de 10.000 millones de dólares al año en fármacos para el TDAH, un gasto que se ha multiplicado por 50 en sólo 20 años. Gran parte de este gasto es inútil, para medicar a niños que han sido mal etiquetados. Estudios de muchos países demuestran que el niño más pequeño de la clase tiene el doble de posibilidades que el más mayor de recibir un diagnóstico de TDAH. Hemos convertido la inmadurez normal en un trastorno mental. Sería mucho más inteligente gastar la mayor parte de este dinero en reducir la ratio de las aulas y facilitar más tiempo de actividad física.
Keith Conners nos ha hecho un gran servicio. Esperemos que su alerta sobre el sobrediagnóstico y sobretratamiento del TDAH marque un importante punto de inflexión hacia que se pase la moda. Al ritmo de diagnóstico actual, el 15% de los niños de los EEUU tendrán la etiqueta de TDAH para cuando lleguen a los 18 años. Los profesionales clínicos, los padres y los profesores deben resistirse a la presión y asegurarse de que los diagnósticos y tratamientos están restringidos a esos pocos que realmente los necesitan y se pueden beneficiar de ellos.