«Don’t touch it, Pablo!», regaña la madre al hijo. Acto seguido, se gira hacia el dependiente: «¿Cuánto es?». Paga y se marcha, no sin antes llamar la atención al pequeño, que no la sigue: «Come on!».
Esta escena pasaría inadvertida si los protagonistas fueran dos anglosajones en una zona hispanoparlante. Sin embargo, lo surrealista de la situación es que Pablo y su madre son españoles, y además viven en España. En los últimos años, cada vez nos encontramos más con el fenómeno de los padres y madres que hablan a sus hijos en inglés, sin ser ellos mismos bilingües, y viviendo en un entorno hispanoparlante. Y cada vez a edades más tempranas, incluso desde el nacimiento. El objetivo: que sus hijos sí sean bilingües, aprendan el idioma con más facilidad y, por tanto, tengan mayores oportunidades laborales. Es decir, se trata, una vez más, de aumentar su productividad desde la cuna, basándonos en la plasticidad del cerebro infantil y el consabido «cuanto antes, mejor».
Bajo estas mismas premisas, el sistema educativo también se está subiendo al carro del bilingüismo. Hace tiempo que la enseñanza de inglés se inicia en las escuelas infantiles a los 3 años de edad (e incluso antes en las escuelas infantiles de primer ciclo), y, por si fuera poco, en algunas comunidades autónomas con lengua cooficial los niños reciben contenidos en 3 idiomas. Y no sólo eso, sino que también han comenzado a ponerse en marcha en los últimos años programas de bilingüismo en gran número de escuelas de primaria, que consisten en la impartición de alguna de las materias en lengua inglesa.
Es posible que, con todo lo anterior (si lo hacemos correctamente), mejoremos la competencia lingüística de nuestros hijos en la segunda lengua, pero… ¿a costa de qué?
En primer lugar, ¿realmente se vuelven bilingües?
Para que un niño se haga bilingüe, no basta con iniciar la exposición a una edad temprana. Según apunta un estudio sobre niños bilingües de francés y alemán en Québec dirigido por Andrea AN MacLeod, hay que tener en cuenta tres factores principales: «la edad de adquisición de cada lengua, la cantidad de exposición a cada lengua, y la situación lingüística de cada lengua (mayoritaria/minoritaria)». Así, según este estudio, «no todos los niños en edad preescolar que crecen en un ambiente bilingüe se convierten en niños bilingües cuando llegan a la edad escolar; en su lugar, muchos retienen sólo un conocimiento pasivo de la lengua minoritaria y se convierten en hablantes productivos de la lengua mayoritaria».
De este modo, si la estrategia que hemos adoptado es que uno de los progenitores hable al niño todo el tiempo (o gran parte) en la lengua minoritaria (la que no se habla en la calle; en nuestro ejemplo, el inglés), puede que sea positivo para aumentar su competencia en este idioma, pero muy probablemente no se hará bilingüe. «No está claro que el hecho de que un solo progenitor hable al niño en la lengua minoritaria sea suficiente para que el niño continúe utilizando la lengua minoritaria una vez que entre al colegio (De Houwer, 2007; King and Fogle, 2006)», apunta el estudio de MacLeod. Este enfoque, llamado «One parent-one language», despierta cierta controversia. «Las pruebas demuestran que incluso los progenitores voluntariosos tienen escaso éxito a la hora de implantar este enfoque. Puede que uno de los motivos sea la naturaleza extremadamente artificial de esta estrategia», apunta el estudio Language Intervention from a Bilingual Mindset de Elin Thordardottir (2006), quien, además, apunta que «la estricta adhesión de un progenitor bilingüe a una sola lengua cuando habla con su hijo podría, por tanto, ser visto como pragmáticamente inapropiado, y podría ser mal entendido por el niño, que podría elucubrar diferentes hipótesis sobre por qué el progenitor en cuestión rechaza hablar con él o ella en una determinada lengua, pese a hablarla con otras personas».
Por otra parte, el estudio de MacLeod subraya que las condiciones actuales de vida reducen aún más la exposición del niño a la lengua en la que le hablan sus padres: «puede que ambos progenitores trabajen y que el niño quede al cargo de cuidadores, lo que resulta en una mayor exposición a la lengua mayoritaria». Así pues, si hablamos a nuestro hijo en otro idioma y deseamos que mantenga su bilingüismo cuando pase menos horas en el hogar, debemos hacer una apuesta muy fuerte. «Como apuntan investigadores que trabajan con otras comunidades bilingües (De Houwer, 2007; Gathercole and Thomas, 2009; Juan-Garau and Perez-Vidal, 2001), puede que las familias bilingües necesiten tener en cuenta otras opciones para el apoyo del desarrollo lingüístico bilingüe de sus hijos. Se pueden enumerar entre estas opciones restringir el uso de la lengua mayoritaria en casa, animar a ambos progenitores a emplear la lengua minoritaria, animar a los hermanos a emplear la lengua minoritaria, y aumentar la lectura y la exposición a los medios de comunicación en la lengua minoritaria. Además, los progenitores podrían plantearse utilizar un enfoque más explícito de enseñanza de la lengua (Pearson et al., 1997)». En definitiva, algo que seguramente fomentaremos de forma natural si realmente ambos progenitores somos bilingües, pero un esfuerzo considerable que la inmensa mayoría no podemos llevar a cabo y un cambio drástico en nuestra vida familiar con el que no nos sentiríamos cómodos si no somos bilingües.
La adquisición incompleta de la lengua materna
Imaginemos por un momento que sí estamos dispuestos a poner toda la carne en el asador para que nuestro hijo sea bilingüe: le hablamos ambos progenitores sólo en inglés, le leemos en inglés, le ponemos canciones y series de televisión en inglés, propiciamos que entre los hermanos se hable inglés e incluso les damos clases activas de inglés. O imaginemos que vivimos en un entorno realmente bilingüe. Entonces, muy probablemente nuestro hijo acabará siendo bilingüe; sin embargo, si empezamos a enseñar la segunda lengua demasiado pronto y con demasiada insistencia, corremos el peligro de descuidar la primera.
¿Cuándo es demasiado pronto para aprender una segunda lengua? La propia lógica nos dice que, cuanto antes aprenda un niño un idioma, mejor será su competencia en él. No hay más que ver lo que nos ocurre con nuestra lengua materna: no nos supone ningún esfuerzo adicional expresarnos en nuestro idioma. Está comprobado que existe una pendiente ascendente de dificultad a la hora de adquirir una nueva lengua, desde nuestro nacimiento hasta que llegamos a la edad adulta, en la que es más difícil iniciar el aprendizaje de una nueva lengua.
Sin embargo, la otra cara de la moneda del fenómeno del bilingüismo está menos estudiada: cuanto más temprana sea la adquisición de un segundo idioma, más posibilidades habrá de que la lengua materna salga perjudicada. La Dra. Silvina Montrul, lingüista especializada en la adquisición de idiomas, analizó exhaustivamente ambos factores en su libro «Incomplete Acquisition in Bilingualism: Re-examining the Age Factor» (2008), en el que revisita los resultados de un estudio que ella misma dirigió sobre el aprendizaje de segundas lenguas según la edad de la primera exposición. Así, dividió a los niños en 3 grupos: bilingües simultáneos (0-3 años), bilingües secuenciales (4-7 años) y estudiantes del segundo idioma en la infancia tardía (8-12 años), y halló que «los efectos de la adquisición incompleta eran más evidentes en los dos primeros grupos (y más graves en los bilingües simultáneos que en los estudiantes de L2 de menor edad), que en el último grupo. De hecho, como grupo, los estudiantes de L2 en su infancia tardía cuya exposición intensa al inglés comenzó después de los 8 años tuvieron un desempeño en todas las tareas y condiciones como los hablantes nativos adultos». Otro estudio de Jia y Aaranson sobre niños chinos que emigraron a EEUU percibió más cambios negativos en la lengua materna en los niños que se fueron con 9 años o menos. En la siguiente tabla, Montrul detalla algunos de los signos de adquisición incompleta de la lengua materna, frente al más leve fenómeno de erosión que se produce cuando se adquiere el segundo idioma en la edad adulta (junto a las diferencias en la competencia sobre la segunda lengua):
Tras revisar abundante literatura científica al respecto, la investigadora llegó a la conclusión de que existe un «periodo crítico» entre los 8 y los 10 años de edad que puede considerarse óptimo para comenzar a exponer al niño a altos niveles de una segunda lengua. Según Montrul, a esa edad la primera lengua ya se encuentra suficientemente consolidada, mientras que el cerebro todavía goza de plasticidad suficiente como para adquirir un nuevo idioma con facilidad.
En cuanto al nivel de competencia en la segunda lengua, un reciente estudio publicado en 2016 y realizado con niños bilingües frisón-holandés de 5 y 6 años, residentes en una zona bilingüe, halló que, si bien los niños que se iniciaron antes en la segunda lengua tenían más vocabulario que los primeros, no hubo ninguna diferencia en uso correcto de la gramática por la edad de inicio en la segunda lengua. Los autores del estudio son tajantes: «Este estudio demuestra que el axioma «Cuanto antes, mejor» no necesariamente se cumple en lo que respecta al desarrollo del lenguaje. De hecho, para el correcto uso de la flexión gramatical, no importa si los niños empiezan a los 0 o a los 4 años. Para el aprendizaje rápido de palabras en un nuevo idioma, puede ser de ayuda construir primero una base sustancial de vocabulario en la primera lengua antes de aprender una nueva lengua». Es decir, en la línea de Montrul, aconsejan consolidar la primera lengua antes de someterse a una alta exposición de la segunda.
El bilingüismo en la escuela: de la chapuza al fracaso escolar
La inmensa mayoría de los colegios bilingües serios son plenamente conscientes de todo lo anterior y no plantean una inmersión lingüística desde el primer día de escolarización. Su programa suele pasar por una exposición a la segunda lengua cada vez mayor, sin descuidar la primera lengua, consiguiendo una inmersión progresiva y adaptada a la edad. No obstante, aún predomina la idea de que el bilingüismo se propicia con una inmersión «a lo bruto», y a alguna autoridad educativa se le ocurrió la «genial» idea de favorecer el bilingüismo en la escuela pública imponiendo el inglés como lengua vehicular de alguna asignatura en Primaria, sin importarle demasiado que, a esas edades, la inmensa mayoría de los niños no tenga las competencias lingüísticas suficientes para seguir una clase y asimilar una materia en una segunda lengua. Pese a lo simplista y descabellado de esta propuesta, en los últimos años está extendiéndose por toda España y ganando popularidad entre las familias.
Diez años después de su primera implantación en la Comunidad de Madrid, «la llamada enseñanza bilingüe no parece haber demostrado ser especialmente efectiva en el desarrollo de las competencias comunicativas en inglés, la lengua que monopoliza los programas. Y sin embargo se convierte en un lastre para los objetivos de otras materias y en un elemento de segregación social en las aulas». Ésta es la opinión del profesor de secundaria Primitivo Abella, quien cita un revelador informe de FEDEA donde se pone de manifiesto que los resultados de la asignatura impartida en inglés, Cultura General (equivalente a Conocimiento del Medio), empeoraron hasta un 11% al cambiar la lengua vehicular. Si la familia no dispone del nivel de formación suficiente como para ayudar a sus hijos, el descenso llega hasta casi el 20%: «Nuestros resultados indican que hay un claro efecto negativo en el aprendizaje de la asignatura enseñada en inglés para los niños cuyos padres tienen, como máximo, estudios secundarios obligatorios», afirma el informe de FEDEA. No es de extrañar que, como apunta Primitivo Abella, no exista en toda la Unión Europea ningún programa bilingüe de estas características: «o no existe o la incorporación de la lengua extranjera como vehicular es más tardía».
El componente afectivo
Paradójicamente, un programa bilingüe que se plantea de este modo, más que fomentar las competencias lingüísticas, puede perjudicarlas para siempre. La razón es muy sencilla: si imponemos a un niño una asignatura en un idioma que no domina lo suficiente como para seguir la clase, de tal modo que dicha asignatura se convierte en un caballo de batalla, automáticamente el niño siente aversión hacia lo que le complica la vida: la asignatura y el inglés. Dicho de otro modo, la obligación y la imposición influyen negativamente en los factores socio-afectivos que tan importantes son a la hora de aprender una segunda lengua, y de los que habla Montrul en su libro, entre los que se encuentran la motivación o la influencia de los compañeros. Es decir, si queremos fomentar el bilingüismo, lejos de provocar aversión, debemos despertar en el niño interés y curiosidad por el idioma. Sin ir más lejos, en los años 90, muchos niños monolingües en edad escolar adquirieron altos niveles de competencia lingüística en la lengua co-oficial de su comunidad autónoma, únicamente gracias a su fuerte deseo de seguir la serie «Bola de Dragón». Y seguro que todos hemos escuchado alguna vez el típico comentario jocoso de que no hay nada mejor para aprender bien un segundo idioma que encontrar una pareja extranjera.
En resumidas cuentas, si deseamos aumentar la competencia lingüística de nuestros hijos, debemos estimular dicho componente afectivo. No es necesario que forcemos un entorno bilingüe artificial en casa desde que salen del útero, ya que no servirá de mucho; ni que impongamos el inglés como único idioma a la hora de hablar con ellos, de ver la tele, o en forma de clases particulares, si se hace contra la voluntad de los niños. Por el contrario, podemos despertar su inquietud, su interés, su curiosidad… Sobre todo si nos ven a nosotros desenvolvernos o manejar materiales en ese idioma. De todas formas, hagamos un ejercicio de reflexión: si la inmensa mayoría de quienes nos vemos ahora capacitados para iniciar a nuestros hijos en una segunda lengua, o incluso de intentar hacerlos bilingües, no fuimos criados por nuestros padres en el bilingüismo desde nuestro nacimiento, y probablemente comenzamos a aprender inglés ya en edad escolar, ¿por qué pensamos que nuestros hijos no serán capaces de alcanzar la misma competencia que nosotros de ese mismo modo?
Tristemente, en muchos casos ocurre lo que lamenta la pedagoga Judit Falk: «los descubrimientos sobre las capacidades insospechadas de los recién nacidos, en vez de otorgarles confianza, han vuelto más exigentes a los padres y a los profesionales». No dejemos que nuestra ambición por convertirlos en «genios» domine nuestra forma de interactuar con nuestros hijos; la infancia sólo pasa una vez.
Interesantísimo!!! Lo has bordado!!! Muchas gracias!!!
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