Artículo original de Benjamin Nugent, escritor y director de escritura creativa de la Universidad de Southern New Hampshire (EEUU), publicado en The New York Times el 31 de enero de 2012
Durante un breve e intenso periodo en la historia del diagnóstico del espectro autista, a finales de los 90, tuve el síndrome de Asperger.
Existe un video educativo grabado en esa época, llamado «Entendiendo el Asperger» («Understanding Asperger’s»), en el que aparezco. Soy el afectado veinteañero del polo pretendidamente hipster que habla de su entusiasmo por entender la literatura y de lo incomprendido que se sentía en 5º de primaria. El video se trataba de un proyecto de investigación dirigido por mi madre, profesora universitaria de Psicología y especialista en Asperger, y otra experta de su departamento. Me presentaban como un joven que vivía una vida plena y relevante a pesar de su anormalidad mental.
«Entendiendo el Asperger» no fue un fraude. Tanto mi madre como su colega creían que yo cumplía con los criterios diagnósticos expuestos en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría, en su cuarta edición (DSM IV). El manual, aún en 2012 documento de autoridad para los terapeutas, hospitales y compañías de seguros estadounidenses, enumeraba los síntomas que muestran las personas con el síndrome de Asperger, y, cuando yo tenía 17 años, consideraron que encajaba en él.
Mostraba una «discapacidad cualificada en la interacción social», específicamente «incapacidad de desarrollar relaciones con iguales apropiadas al nivel del desarrollo» (tenía pocos amigos) y una «falta de búsqueda espontánea de compartir con otras personas el disfrute, los intereses o los logros» (pasaba mucho tiempo a solas en mi habitación leyendo novelas y escuchando música, y, cuando salía con otros chavales, a menudo intentaba hablar como un narrador de E.M. Forster, molestándolos). Mostraba una «preocupación envolvente con uno o varios patrones de interés estereotipados y restringidos que resultan anormales, bien en intensidad o bien en enfoque» (memorizaba poemas y pasaba mucho tiempo tocando la guitarra y escribiendo novelas y poemas horribles).
La idea general respecto a un diagnóstico psicológico es que se aplica cuando las tendencias implicadas inhiben la capacidad de una persona de vivir una vida normal y feliz. Y, en mi caso, las tendencias parecían provocar precisamente eso. Mi nota media en el instituto podría haber sido más alta si no hubiera estado tan centrado en los libros y la música. Si hubiera estado lo suficientemente bien rodeado como para adquirir una competencia básica en unos pocos deportes, no habría provocado rabia y desprecio en otros niños durante los recreos y las clases de gimnasia.
El tema es que, después de la facultad, me mudé a Nueva York y me convertí en escritor, y conocí a algunas personas que compartían mis obsesiones, y me deshice de lo de hacer de narrador Forsteriano, y entonces dejé de estar aislado y retraído. Según el manual diagnóstico, el síndrome de Asperger es «un tratorno continuado y permanente», pero mis síntomas habían desaparecido.
El año pasado vendí una novela de realismo psicológico sobre la variedad, lo que significa que mi trabajo se convirtió en intuir los significados no verbalizados de las interacciones sociales y crear encuentros sociales ficticios con interesantes subtextos secretos. En contraste, las personas con síndrome de Asperger y otros trastornos del espectro autista normalmente luchan para captar las señales sociales no verbales. A menudo prefieren el tipo de pensamiento que se utiliza en el ajedrez y las matemáticas, actividades en las que soy casi tan inepto como en el fútbol.
El mayor problema individual respecto a los criterios diagnósticos aplicados a mi persona fue el siguiente: De niño o adolescente, puedes tener una alta percepción sobre la interacción social, y pese a ello fracasar estrepitosamente en la vida social. Esto es especialmente cierto si eres malo en los deportes, o nervioso, o tienes un aspecto raro.
Cuando emergió mi personalidad adulta, se hizo evidente para mí y para mi madre que yo no tenía el síndrome de Asperger, y ella se disculpó en multitud de ocasiones por sacarme en el video. Durante mucho tiempo, refunfuñaba en su presencia. A veces le gritaba, me avergüenza admitir. Y después la perdoné, tras unos 7 años. Porque las intenciones de mi madre fueron siempre nobles. Quería educar a padres y asesores sobre el trastorno. Quería borrar su estigma.
Me pregunto: Si hubiera nacido 5 años después y me hubieran diagnosticado a la más impresionable edad de 12 años, ¿qué habría pasado? Probablemente, nunca habría intentado escribir sobre interacciones sociales, al haberme dicho que mi configuración cerebral me haría siempre ver la interacción social como algo incomprensible.
Los autores de la próxima edición del manual diagnóstico, el DSM-V, están planteándose estrechar la definición del espectro autista. Esto puede revertir el aumento drástico de diagnósticos de Asperger que ha tenido lugar durante los últimos 10 ó 15 años. Muchos psicólogos prominentes han puesto el grito en el cielo con esta medida. Reivindican que los niños y adolescentes en el extremo más leve del espectro autista pueden quedarse sin los servicios que necesitan si no son capaces de cumplir los nuevos y más excluyentes criterios.
Pero es imposible que mi experiencia sea única. De acuerdo con las reglas en vigor hoy día, cualquier «friki», cualquier niño retraído y amante de los libros, puede tener el síndrome de Asperger.
La definición debería estrecharse. No quiero que un niño con autismo leve se quede sin tratamiento. Pero no quiero que un psicólogo escolar dé a un adolescente torpe y solitario una descripción de su mente que no es cierta.
Por qué Hay que etiquetar como trastornados a todas las personas diferentes? si pueden valerse por si mismas son inteligentes y están a gusto consigo mismas dónde está la discapacidad?
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