«Cuando salimos de viaje, me tengo que llevar en la maleta sus cosas de comer: sus nueces, sus galletas de su marca…», se lamentaba recientemente en el parque el padre de un niño de 3 años. «Eso se le quita con el comedor escolar», le espetó su interlocutora, madre de una niña de 3 años a la que deja a comedor, pese a que, en su caso, podría llevarla a comer a casa.
A pesar de las altas cifras de paro, cada vez son más los niños que van a comedor. Y es que, aparte de quienes los dejan por sus obligaciones laborales (o porque, lamentablemente, tienen muy escasos recursos), cada vez son más los padres y madres que piensan que el comedor tiene una «función pedagógica». En su opinión, el comedor es una especie de institución de educación alimentaria, donde los niños aprenden a comer solos y «de todo». Pero, ¿esto realmente es así? ¿Qué es lo que aprenden realmente nuestros hijos en el comedor escolar?
Habilidades que no se aprenden, se adquieren
Como ya se comentó en un artículo anterior, la capacidad de comer solos es una habilidad madurativa, y tendrán que pasar muchos años para que, primero, aprendan a manejar los cubiertos con soltura y, segundo, aguanten sentados y concentrados en la comida todo el tiempo fijado para la «hora de comer». Según la Asociación Española de Pediatría, esto no se produce hasta los 5 años aproximadamente. No en vano, en los colegios cobra una importancia capital la figura de la «monitora de comedor» en la etapa de educación infantil, gracias a la cual muchos niños llevan algo dentro del estómago cuando salen del comedor (para desesperación de muchos padres que esperan que sus hijos vuelvan a casa «enseñados» a comer solos).
La neofobia, una fase natural que debemos tener en cuenta
Para comprender por qué los niños pequeños son «malos comedores», debemos ir a la raíz del asunto. Al inicio de la alimentación complementaria, prácticamente todos los niños prueban sabores y texturas con mucha curiosidad (aunque coman una cantidad realmente pequeña), dado que, desde un punto de vista evolutivo, la alimentación garantizará su supervivencia. Sin embargo, con el paso del tiempo, desarrollan lo que se llama neofobia alimentaria, es decir, resistencia a probar alimentos nuevos. Esta fase suele comenzar alrededor de los 2 años de edad, cuando los niños tienen ya una considerable autonomía de movimientos, y durante miles de años constituyó un mecanismo evolutivo muy eficaz para evitar el envenenamiento y muerte de unos niños demasiado pequeños para saber qué se come y qué no se come, pero demasiado autónomos como para llegar a todas partes y meterse cualquier cosa a la boca. Durante esta fase, los niños sólo querrán comer cosas que ya conozcan, y se resistirán (algunas veces, muy activamente) a probar alimentos desconocidos; incluyendo entre estos «desconocidos» alimentos que conozcan pero que sean de marcas distintas, que estén cocinados de una forma ligeramente diferente o que muestren cualquier otra mínima variación en su presentación. Sin embargo, no hay que preocuparse. La neofobia alimentaria remite con la edad, y, según refiere Wikipedia, con la ayuda de la exposición repetida a los nuevos alimentos y el modelo que ofrezcan los padres (que induce el pensamiento: «si mis padres lo comen, es porque es seguro»).
La neofobia y el comedor escolar
Los niños pequeños, como ya sabemos, no son un conjunto homogéneo. En un mismo grupo puede haber niveles madurativos muy diversos. Así, entre los niños pequeños que comen en el comedor escolar, una gran parte acabará comiendo aceptablemente bien. Serán normalmente los niños más maduros -generalmente niñas-, los más conscientes de las expectativas sociales… los que, en definitiva, habrían comido igual de bien esa comida con sus padres con un poco de paciencia extra, por estar ya madurativamente preparados para ello. Éstos forman el cuerpo de las «historias de éxito» del comedor escolar, las que perpetúan el mito de que allí «aprenden a comer de todo», al atribuirle de forma inmerecida los avances de sus hijos; unos avances que habrían llegado de todos modos gracias a su madurez.
La prueba irrefutable de que esto es así es que hay niños que NO aprenden a comer de todo en el comedor. Son casos que normalmente no se airean, se llevan casi «a escondidas», porque suponen un «fracaso» que las familias se achacan a sí mismas o a los niños que «saben mucho» (y, curiosamente, no al comedor, que sí se lleva los méritos en caso de éxito), y sencillamente no se habla de ellos, como no se habla de los niños que no controlan esfínteres al llegar al cole, ni de los que tardan en hablar… Pero existen. Son los niños que salen con hojas de advertencias de las monitoras todos los días porque «no comen nada»; los que, si hay clase por la tarde, se la pasan llorando y pegando; los que esperan a la hora de la merienda para comer «su» comida… y a los que al final se acaba sacando del comedor (en algún caso, tras detectar pérdida de peso). Son más de los que pensamos, y a poco que rasquemos los podremos encontrar en nuestro entorno. Suelen ser los niños más inmaduros (chicos, niños pequeños…), que todavía no están preparados para salir de su fase de neofobia.
Se les ofrece de todo, pero… ¿comen de todo?
Las familias tenemos a los comedores escolares como lugares donde se ofrece una alimentación saludable modélica. Lo cierto es que la calidad de los comedores es variable, y aún existen muchos comedores sin cocina propia que dependen de un servicio de catering, aunque sí es verdad que la calidad y saludabilidad de la comida de los comedores escolares españoles ha mejorado mucho en los últimos años. Aun así, según un estudio realizado en comedores escolares de Vizcaya, la composición del menú del comedor escolar todavía no se ajusta a las recomendaciones nutricionales: «deberá aumentar la oferta de legumbres y farináceos en la guarnición, y disminuir la presencia de carnes y fritos en general, en beneficio de los pescados y las preparaciones a base de huevo. Se debería aumentar la oferta de fruta, disminuir la de postres lácteos y eliminar, salvo para ocasiones especiales, los postres dulces».
Sin embargo, y según este último estudio, que también comprobó lo que efectivamente ingieren los niños al analizar los restos que dejaban en sus bandejas, hay elementos que sistemáticamente no se comen, principalmente la verdura. «El 70% de los niños a los que se les servía guarnición vegetal no se la comían», sentencia el estudio, realizado en comedores escolares de Vizcaya, por lo que, añaden, «la ingesta de vegetales [en el comedor escolar] es menor de la mitad de lo recomendado».
Los niños y las verduras, un amor imposible
Que los niños coman verduras es una de las metas de los padres que llevan a sus hijos al comedor voluntariamente. Los niños y las verduras, por lo general, no se llevan bien. Tampoco con las frutas. ¿Por qué? El pediatra Carlos González, en su libro Mi niño no me come, expone su teoría: son alimentos con poca densidad calórica. Los niños en crecimiento tienen un estómago pequeño y una alta necesidad de calorías, de ahí que suelan preferir alimentos que aporten más energía. Como bien puntualiza el pediatra, sí comen frutas y verduras en cantidades pequeñas, pero es de lógica que no llenen su pequeño estómago con una comida que apenas les aporta energía. El Dr. Sears afirma que «el estómago de un niño pequeño tiene aproximadamente el tamaño de su puño». ¿Cuántas raciones de verduras necesitan? Según el Dr. Sears, «aunque a los niños se les deben ofrecer de 3 a 5 raciones de verduras al día, para los niños menores de 5 años, cada ración sólo tiene que equivaler a una cucharada por cada año de edad. En otras palabras, un niño de 2 años debería consumir idealmente 2 cucharadas de verduras de 3 a 5 veces al día». Así pues, no podemos pretender que coman frutas y verduras en la misma medida que los adultos, o que coman grandes platos de verduras (menestras, ensaladas…); ni en casa, ni en el comedor.
¿Qué es lo que sí aprenden en el comedor? Aprenden a tomar como modelos alimentarios a los compañeros en lugar de a los padres
Los niños se sienten atraídos a comer lo que ven comer a los demás, entendiéndose como «los demás» aquellas personas que comen con ellos. En casa, serán los padres; en el comedor, los compañeros, y hay literatura científica que lo confirma. Lo que coman o dejen de comer los otros niños será el modelo en el que se fijarán los nuestros para fijar sus gustos y preferencias. Y esto pesa más que cualquier explicación o charla sobre salud, o de lo que las monitoras les animen a comer. De hecho, el propio artículo advierte que, en el contexto escolar, «el modelado entusiasta realizado por un profesor no resultaba tan efectivo cuando los niños se sentaban con compañeros que exhibían preferencias alimenticias distintas a sus profesores». Así, por ejemplo, si nuestro hijo prueba las verduras, pero éstas tienen mala fama en el comedor, acabará por no probarlas, o por mentalizarse de que a él tampoco le gustan.
No es descabellado pensar entonces que el modelo que a los niños se les pueda ofrecer en casa será más positivo y más saludable que el que puedan ver en los compañeros del comedor. Un estudio realizado en Gran Bretaña con niños de 8 años concluyó que los que comían con los padres ingerían una mayor cantidad de fruta y verdura. Una revisión de estudios ya había hallado anteriormente que «el modelado parental y la ingesta parental mostraban una asociación consistente y positiva con el consumo de frutas, zumo y verduras por parte de los niños», que se mantiene en la adolescencia. Según una revisión de 17 estudios realizada por Hammons y Fiese, que refiere el pediatra Carlos González en su libro Creciendo juntos, los niños que comen en familia con más frecuencia tienen menor riesgo de sufrir obesidad, de comer alimentos insanos y de sufrir trastornos de la alimentación. Otro análisis de 18 estudios, realizado por Skeer y Ballard y también citado por González halló que los adolescentes que comían frecuentemente en familia consumían menos alcohol y tabaco, presentaban conductas menos agresivas, sacaban mejores notas y tenían menos actividad sexual y menos problemas mentales.
Aprenden a odiar alimentos: la sutil línea entre ofrecer y obligar
En muchos casos, las monitoras de comedor ejercen de «ángeles de la guardia» de aquellos niños que aún no pueden, o les cuesta, comer por sí solos. En otros casos, y con el objetivo de que «coman de todo» -y, peor aún, de que «se lo coman todo»-, se traspasa la delgada línea roja entre ofrecer y obligar, con lo contraproducente que es esto último para el desarrollo de las preferencias alimentarias de los niños. Se sabe positivamente que el ambiente emocional en el que se desarrolla la comida influye en la ingesta. «El mensaje a los padres es que, si deseáis animar al niño a comer una comida en concreto, es contraproducente quejarse si la comida se queda sin comer; la negatividad reducirá, en lugar de aumentar, la probabilidad de su consumo en el futuro», concluyen los investigadores, tras citar varios estudios científicos.
Y si la negatividad juega un papel nefasto, no hablemos de la obligación y de la imposición. El nutricionista Julio Basulto habla en su genial artículo No quiero que obliguen a comer a mi hijo en la escuela. ¿Qué puedo hacer? de que obligar a los niños a comer no sólo fomenta la obesidad infantil, sino que resulta contraproducente al producir «aversiones duraderas», y lo documenta magistralmente con una larga serie de referencias científicas. Con todo, hace tan sólo unos años, podíamos encontrar algún reportaje en prensa donde una monitora del comedor se marca orgullosa como meta «que los platos de los niños queden como una patena»; enumerándose, además, sin rubor entre sus funciones «llamar al orden u obligar a acabarse la comida».
Aprenden a pasarlo mal a la hora de comer
Pero, si algo aprenden los niños pequeños en el comedor, algo que les deja huella de verdad, es a echar de menos a su mamá y su papá a la hora de comer. La buena de la monitora del artículo anterior nos revela la cruda realidad del comedor escolar al inicio de curso: «Hoy mismo, de los cuarenta niños que hay de P3, lloraban, a la hora de comer, más de la mitad». Los niños de 3 años añaden a las largas separaciones de las horas lectivas varias horas más de separación por el comedor escolar, sumando al cabo del día la nada despreciable cifra de 8 horas seguidas sin ver a sus adultos de referencia (más incluso si hay autobús o extraescolares). Esto, si no hay más remedio, se sobrelleva como se puede, con la esperanza puesta en que algún Gobierno se interese de verdad por la conciliación. Pero someter a un niño de 3 años al comedor habiendo otro remedio, con el fin de que «aprenda» algo (cuando ya hemos visto que lo que aprenda será más bien poco, y no todo bueno), no será la mejor opción. Ya sabemos lo necesario que resulta el bienestar emocional como base del aprendizaje y el desarrollo madurativo, por lo que pretender, además, que el niño avance en dicho desarrollo mientras lo está pasando mal será simplemente absurdo.
Si queremos que nuestro hijo aprenda a comer «de todo» (o, al menos, una cierta variedad de alimentos saludables), si queremos que aprenda modales en la mesa, si queremos que gane autonomía para alimentarse… Lo más eficaz será comer con él, proporcionarle un modelo a imitar con nuestro comportamiento y, ante todo, tener muuuuuucha paciencia para esperar a que madurativamente esté listo para ello.
Espléndido!!! Qué fanstástica recopilación!!! Deberían darte un premio!!! Eres genial!
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Me encanta el artículo, Buenísimo. Ya estoy harta de tanto «no lo vas a apuntar al comedor? Pues con lo mal que come seguro que allí se espabila y en un mes come de todo y sólo» . Lo conoceré yo bastante para saber que en el comedor no comerá nada hasta que no sea más mayor y coma sólo y variado en casa.
Un abrazo
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